Espantapájaros: La guerra que perdimos jugando a ser soldados
Tiempo de lectura: 2 minutos¿En qué momento me convertí en un espantapájaros?, me pregunté desde aquella rígida butaca, y pensé que cada uno de los asistentes en el público se descubrían también hechos de retazos de tela y paja, vacíos, habían olvidado su nombre.
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El sábado 4 de noviembre la compañía, La Valentina Teatro presentó la última función de Espantapájaros, una obra de Maribel Carrasco, bajo la dirección de Circee Rangel Franco.
Dentro de la Sala 4 del Conjunto de Artes Santander los presentes, aún con boleto en mano, fuimos llevados a los oscuros confines de la guerra, de nuestras guerras, de la mano de Espantapájaros.
El tuerto le puso Espantapájaros porque este quedó vacío por dentro; es joven, fue llevado a la guerra desde niño, y ahora es entrenado para lograr el mayor cometido de un soldado, olvidarse a sí mismo y con ello olvidar también el cariño e incluso el consuelo y la esperanza.
A partir de un relato polifónico, donde las diversas voces corresponden a temporalidades distintas del mismo personaje, Espantapájaros despierta del sueño en que recuerda aquel día que mató por primera vez a un hombre.
Tal vez no seamos cínicos ante la idea de la esperanza y el valor en las relaciones humanas, tal vez solo nos hemos perdido a nosotros mismos, hemos dejado de escuchar ese yo aún inocente, cautivo en el sonido de un caracol, en la voz de una madre que canta a lo lejos, más allá de los ecos de la guerra.
Aún entre las pulcras paredes del Conjunto Santander, habiendo sorteado el ascensor, los escaner de los boletos y la blancura del lobby, la directora Circee Rangel logró transportarse a sí misma como actriz, al espacio de calidez e intimidad que brinda la propuesta del teatro independiente.
La escenografía constaba de un par de tambos y una silla alta, el resto los elementos eran interpretados por el cuerpo de cada uno de los actores en escena; tomado por los brazos y elevado del suelo, Espantapájaros hacía oscilar sus piernas y marcaba así una presurosa carrera, tendido en las espaldas de sus compañeros simulaba pecho tierra mientras huía del enemigo.
Quizás anhelamos lo que no somos. ¿Es por ello que no nos pertenece? ¿En qué momento me convertí en un espantapájaros?, me pregunté desde aquella rígida butaca, y pensé que cada uno de los asistentes en el público se descubrían también hechos de retazos de tela y paja, vacíos, habían olvidado su nombre.