Tengo
la
vida rota
Diana se mueve en la silla, escucho el roce de su ropa, los disparos de la cámara. Focos de luz amarilla iluminan a la mujer que avanza entre andamios al centro de un salón en completa oscuridad. A pesar de los sobresaltos repentinos, los golpes rotundos y las elevaciones en el tono de voz, se convierte en una presencia sutil. Pero entonces ella me observa.
Busco la oscuridad. Busco la oscuridad y la contemplo para huir de su mirada. Sigo el movimiento de sus manos, oscilan por el aire, sus dedos simulan asir delicados hilos y sus brazos se pliegan como alas de ave, su cuerpo cede en una caída estrepitosa mientras toma de la tierra esparcida por los suelos. Tiembla. Gotas de sudor comienzan a correr por su rostro, me parece que su voz en verdad se rompe…
Me han roto la vida
Continuo escuchando. La voz es ahora trémula y sus silencios largos. Bianca, así me dijo que se llama, pero ahora pareciera ser alguien más, su voz suena diferente, la sutileza de un principio se transforma en gritos, sonidos guturales, incluso parece haber envejecido varios años en cuestión de segundos.
El espacio del Laboratorio Teatro Rabinal es apenas un salón largo a mitad del cual se tienen andamios, un camino de tierra que finaliza en una tela blanca, una escenografía a primera vista desconcertante, en torno a la cual se disponen los lugares para aquellos que acudimos a presenciar la obra “Los pájaros no cantan de noche”, monólogo escrito y dirigido por Jorge Ángeles.
Recuerdo de súbito la imagen del cielo esta misma tarde, apenas un trozo al descubierto desde un jardín rodeado de paredes altas y alambrado metálico, las nubes como algodones deshilachados en un azul que parecía pintado a acuarela, una imagen que ha desaparecido.
Pero estoy aquí, me digo cuando percibo aún sobre mí la mirada de Bianca. Soy ahora partícipe, de alguna manera recorro los andamios, siento en mis dedos la tierra, los ojos me arden por el humo que revolotea por la habitación y trae consigo un aroma a palo santo. De alguna manera mis pensamientos se desarrollan a la par de la obra en la que Jorge explora el dolor de la pérdida, el duelo de quienes se ven privados de despedir, honrar y dar sepultura a un ser querido, tal como le sucede a Antígona en el relato griego.
Abuela,
pienso también en mi abuela.
La mujer sobre los andamios es como Quintín, el pajarillo blanco que ella atrapó un día con una manta y que mantiene en una jaula para escucharlo cantar. También pensé en ella entonces, poco después de presenciar la imagen del cielo desde el jardín, es decir, poco antes sentirme devorada por esta oscuridad.
Minutos después, Jorge aparecerá como una sombra que paulatinamente adquiere rasgos propios a la luz de los pocos focos que hacen visibles los andamios dispuestos en el centro del salón. Distinguiré su barba, el alborotado cabello, lentes sobre su rostro largo y delgado, encubriendo dos ojos de mirada calma y curiosa. Jorge se inclinará hacia a mí y, como quien trata sin éxito de simular un susurro, dirá: «Creerás que son seis páginas. El monólogo, son seis», dice y ambos sonreiremos.
Tengo la vida rota. Al centro del salón está Bianca, ese cuerpo doliente que avanzaba a trompicones, que se desplazaba con dificultad arrastrando los pies sobre la tierra, recuerda la cruenta realidad en que habitamos, que podemos, en cualquier momento, tener la vida rota, que no somos sino un fragmento de algo.
Observo a Diana. Nos recuerdo hace apenas unos minutos cuando caminábamos a prisa, ambas en silencio. Nuestro paso denunciaba el caer de la noche, la manera en que las sombras comenzaban a descender sobre la Avenida Federalismo. A lo lejos un umbral, luz blanca. A pesar de las señales nos encontrábamos en un espacio que a primera vista no figuraba ser en realidad un teatro.
La boca me supo de nuevo a pastel de naranja. No, claro que no cantan de noche, había dicho la abuela con voz queda y una sonrisa incrédula, con un dejo de ironía en el último gesto que le vi esbozar antes de salir de casa y cerrar tras de mí la puerta.
El silencio no es la ausencia del ruido, sino una palabra callada.
Los pájaros no cantan de noche, me dijo la abuela y yo lo repetí entonces como en un susurro a la entrada del lugar, apenas un pasillo corto y estrecho en cuyas paredes la pintura comienza a caer en trozos irregulares. Dentro de un marco, cual pizarrón de corcho, se sostiene el flayer que invita a la presentación de una obra y la imagen de un pájaro en líneas blancas me lleva al interior de esta casa, oculta en algún lugar de la zona centro de Guadalajara. Diana colocó su dedo sobre el mío y ambas hicimos sonar el timbre del interfono.
Ca-lla-da
Una voz dulce y queda respondió por la bocina, apenas entendí lo que dijo. El portón negro se abrió e inmediatamente quedé anonadada ante la presencia de una jaula, ¿o dos?, ya no lo recuerdo. Ahora dudo incluso de que hayan estado ahí. Debe ser cierto porque podía escuchar el canto de pájaros, sí, más de uno. Pero no logré verlos. Inmediatamente atendí al llamado de Diana, quien comenzaba a subir las escaleras del pequeño edificio, al estilo de las casonas viejas, características en la zona.
El silencio es una palabra que no se dice,
El cabello de Bianca cae hasta la mitad de su espalda, negro como la melaza. Sus ojos, almendrados, se transforman cuando abre los párpados, alza las cejas y me mira. Es solo una parte, pienso, la mirada fija en los ojos del público. Pero para entonces, la chica que estrechó mi mano al ingresar dejó de ser ella, dejó de ser una actriz más de la producción, tampoco era solo un viernes 10 de febrero, sino un tiempo incierto, la eternidad que trae consigo el dolor de una pérdida.
pero que existe.
La abuela, de nuevo pienso en la abuela, en sus silencios, en su mirada cansada, sus párpados caídos y su herencia, el reflejo de mil ausencias en mí.
Nos corroe
Las palabras oscilan en la oscuridad. Percibo el rechinar del hule en las suelas de las botas de Bianca. Permanezco impávida, observo los detalles en la propuesta poética del cuerpo. Tiemblan sus manos, sus piernas se mueven lentas, figuran pesar toneladas, por eso arrastra los pies que llevan consigo remolinos de tierra. Bianca me lo dirá después, pero eso yo aún no lo sé, en este, su primer monólogo, ningún movimiento es fortuito.
No. Los pájaros no cantan de noche.
Ya sé que es la nonagésima vez que pregunto esto aquí mismo:
¿Estás aquí?
Contemplo la oscuridad como contemplaría una ausencia, mis ojos viran en torno a sombras informes y monstruosas, de cientos de vericuetos que existen en la oscuridad, en la irónica vastedad de la carencia, surgen rostros socarrones que no se reservan más al espanto de aquella aparición repentina durante los sueños.
¿Estás aquí?
Minutos después de finalizar el monólogo la voz de Bianca será de nuevo suya, suave. Hablará de nuevo y un cosquilleo emprenderá su recorrido desde mis pies hasta ocupar cada centímetro de mi cuerpo. Una especie de desconcierto.
¿Estás aquí?
¿Adónde fue la mujer de la mirada voraz, qué fue de aquellas palabras como estruendos constantes que aún retumban en mí?
Voy a tomar tu silencio como un no.
Hay ausencias que al nombrarlas dejan en la boca un regusto a miel. Hace unos días, incluso, me percaté de que otras saben amargas. Hay una en específico cuyo sabor es a pastel de naranja.
Divido el silencio en sílabas antes de romperlo. Las mujeres a mi alrededor guardan en sus ojos abismos como pupilas donde reside mi propia naturaleza como un eco perpetuo.
Entonces me miro y les reconozco. Miro a mi abuela y me reconozco, en el movimiento de sus manos sobre la eterna costura, el frenético ir y venir de las agujas en sus manos frente a la puerta de su casa, en su mirada lejana, en el canto de Quintín desde LA jaula. Estoy hecha de silencios, ausencias, noches en que los pájaros no cantan.
No, claro que no cantan de noche. La noche como un lamento, el rechinido de una puerta que se propaga por pasillos estrechos. Suyos mis labios, mis ojos, mis manos. Herencia de la oscuridad ese dedo que Diana colocó sobre el mío para presionar juntas el timbre del interfono.
¿Desde dónde escuchas mi voz?
Caigo. Siento que desciendo, es una caíDa repentina. De las bocinas proviene un sonido que me figura a vibraciones que viajan por un espacio vacío. La oscuridad como un Pozo. ¿En cuántas sílabas divides tu silencio? ¿De quién tus ojos, de quién los pequeños pliegues en los dedos de tus manos? ¿Cuál es el sabor que deja la ausencia en tu boca al ser nombrada? ¿Por qué callas?
Pronto la memoria se irá borrando
Percibo a lo lejos los sonidos de la calle, el ladrido de un perro, la sirena de una ambulancia, pájaros que cantan. Recuerdo las jaulas dispuestas a la entrada del teatro, ahora en el piso debajo nuestro, cercanas a una ventana con barrotes blancos, justo antes de subir los primeros escalones, donde una joven, cuyo rostro me será después imposible de recordar, nos recibirá con dos cortesías para acceder a la oscuridad.
¿Cómo te clavaste tan hondo?
¿Cuántas noches van?
Pronto, ha anochecido de nuevo.
Una pausa. Escucho. Sí, son pájaros, pienso. La abuela cubre por las noches la jaula de Quintín con una manta. Qué dice Quintín, abuela, qué. Es el canto de otro tiempo, de un cuerpo ausente, de una espera eterna, una ausencia que libró una guerra propia para ambos, la herencia de claveles como fusiles, mis ojos y oídos, presencia de mis sueños, donde juego a inventarle un rostro, una voz.
Debo estar equivocada, me digo al escuchar de nuevo el canto de los pájaros.
Tengo mi vida rota
pero no cesan,
Siento mi vida rota
el canto continua.
Mañana será otra noche,
Y ya no sé si son los efectos de sonido,
escucharemos nuevamente ese llamado
mis recuerdos confusos, perdidos entre las palabras escritas por Jorge tres años atrás.
Y saldremos cubiertas de lechuzas
Pero me digo,
quizás,
quizás hay pájaros que cantan de noche.