Las palabras se convirtieron en murmullos, y los murmullos en un silencio total que se apoderó del Teatro Diana. De repente, una serie de voces comenzaron a resonar, estentóreas, desde grandes bocinas.
El pasado 18 de febrero, Guadalajara recibió al cantautor uruguayo Jorge Drexler en un concierto mágico, tan mágico que cada una de las notas interpretadas por los músicos nos encaminaron al éxtasis naciente de cada canción.
El concierto transcurrió entre una canción y otra. Pero al llegar a ese último peldaño de felicidad, cuando el silencio de la música da paso al sonido de los aplausos, no podía evitar sentir el viento frío de una noche de verano, con el sol que se aleja y la luna que comienza a reinar en el cielo. Los acordes de la guitarra eran como ese frío que refresca los pies al pisar por primera vez el pasto, luego de vivir todo un día con este movimiento social llamado zapatos.
En un momento se escuchó de repente el coro de “Inoportuna”, el cual no se canta, pero cuyas notas musicales parecen ser un susurro al oído. Como un golpe de realidad, los gritos y aplausos me regresaron a la butaca escondida al fondo de la luneta alta del Teatro Diana, donde permanecieron conmigo la magia, la complicidad y el amor por la música y las historias.
Recordé incluso aquella historia en que, dentro de un bar hace 5 años, esa persona especial me mostró la canción “Telefonía” en agradecimiento a haberle mostrado a Rosalía. Desde las bocinas de la computadora, entre palabras y acordes, Drexler se convirtió, para mí como para tantos otros, en un remolino de emociones revolucionario.
Y de nuevo, el cambio de iluminación y movimiento que crean esos haces de luz en el escenario, me llevaron de vuelta al presente, a vivir en carne propia el baile de Jorge, sus brincos como gacela, la magia de su voz tan única, su sonrisa y la genialidad con la que unió al público a su locura genuina.
A través de la voz de Drexler fuimos espectadores de nuestro propio pasado, un tiempo aunado a las letras de aquel hombre cuyo cuerpo se movía libre al ritmo de los instrumentos.
Un solo corazón palpitó en el Teatro cuando el sonido de las bocinas falló, abandonando a Drexler y su equipo, despertando la locura y la genialidad del artista. Invitó a la audiencia a crear un silencio único, antes de comenzar a cantar una de sus canciones más emblemáticas, “Al otro lado del río”, ganadora del Oscar por mejor canción original en el 2005.
Creditos de: Judith Ponce
Después de ese silencio, el público se volvió cómplice de Drexler. Las 21:00, 22:00, 22:30… El reloj corrió y las canciones continuaron pero al final las luces se apagaron, el escenario se quedó solo y las alarmas de que el show había terminado se hicieron notar.
¡Jorge, hermano, ya eres mexicano!, gritaron los asistentes desde las graderías del teatro sin dejar de aplaudir al artista cuya música hizo resonar en sus corazones una sensación de seguridad, libertad, amor, felicidad e incluso lágrimas entremezcladas compartidas con cientos de personas más.
Las palabras se convirtieron en murmullos, los murmullos en silencio y este en música, en cientos de rostros atentos, gestos de alegría, sonrisas. El teatro de pie, bailando. Complicidad nacida de la voz del cantautor uruguayo, en mitad de lo que se convertiría para muchos de los asistentes en una noche inolvidable.
El concierto no fue solo un gesto del cantante por compartir su música, sino un abrazo, un sin fin de sucesos afortunados en dónde me di cuenta de que era la primera vez en más de 12 años que volvía a disfrutar un concierto, al que fui sola, sin ningún acompañante, con miedo a la soledad, al que asistí gracias a mi trabajo, a mi dedicación hacia lo que amo y al no quedarme quieta nunca. Porque, como dice drexler:
“Si quieres que algo se muera
Déjalo quieto“