Costaba muchísimo correr con aquellos absurdos zapatos de madera. El lodo era denso como la melaza.
Se apresura, intenta no mirar a las mujeres que van detrás de ella, tratan de seguir sus pasos, llegar antes al edificio indicado para aquellas que desean escapar de las más arduas e inhumanas jornadas de trabajo. Ella sabe que conseguir el puesto prometido es lo que se necesita para sobrevivir en aquel lugar inhóspito.
Su nombre es Ella, y aquella tarde, después de sortear el camino enlodado, vistiendo aún unos absurdos zapatos de madera, es elegida para trabajar en el taller de costura donde se confeccionan los más elegantes diseños para los altos mandos de Birchwood, un campo de trabajo y exterminio.
Así comienza La cinta roja, novela de Lucy Adlington, una historia de particular belleza donde la imaginación, la inocencia, el amor incondicional de dos amigas, transcurre en las inmediaciones del horror mismo. Nos lleva a entrever un mundo atroz a través de Ella y Rose. La mirada inmaculada de ambas relata los alcances de la barbarie humana durante la guerra.
Con una prosa ligera, lúcida, desafiante, tal es la personalidad de Ella, a lo largo del relato es posible olvidar dónde nos encontramos como lectores. Olvidar la oscuridad y el frío de Birchwood, el sonido de las ratas que merodean en las barracas o los ladridos de los perros guardianes.
Al salir de las ensoñaciones de Ella, quien fantasea con ser modista al final de la guerra y tener su propia tienda, al término de las historias de Rose donde se albergan ogros, princesas y seres mágicos, es entonces cuando padecemos hambre, sentimos cómo el aire frío quema nuestros pulmones y un irremediable temor a la crueldad de las guardianas, quienes permanecen como sombras suspendidas en augurio de dolor y muerte.
Y se embarcó sin más en el mundo de la fantasía: su propia forma de escapar.
En un viaje al librero de mi madre, elegí entre tantos ejemplares La cinta roja por una “simple” razón, me pareció increíble la insinuación de que en un lugar tan atroz, como lo fueron los campos de concentración nazi, pudiera existir un espacio como el que ahí se mencionaba, un fantasma disruptivo en esa vorágine de muerte y crueldad. Un taller de alta costura en mitad de un campo de exterminio. Increíble resulta también para la protagonista, cuando descubre el cuarto donde las esposas de los altos mandos y las guardianas se engalanan con los vestidos solicitados, girando frente al espejo para ajustar los últimos detalles, ignorantes de todo cuanto acontece fuera de aquellas paredes, al otro lado de los elegantes cortinajes y pisos relucientes.
Lo cierto es que existió un lugar así, ideado por Hedwig Höss, esposa del comandante de Auschwitz-Birkenau, un complejo de trabajo y exterminio que funcionó durante la Segunda Guerra, en Polonia, y donde, en 1943, abrió el Estudio de Alta Costura. Sin embargo, nos recuerda la autora, La cinta roja es una historia de ficción, lejos, o bastante más cercana de lo que ella cree, de la verdadera historia de las veintitrés mujeres que trabajaron como costureras a fin de sobrevivir al horror de la Guerra.
Ella encuentra más que un refugio en el limitado espacio del taller de costura. Aquel lugar, donde, literalmente, puede escucharse el sonido de un alfiler al caer, se convierte en medio de resistencia de una joven de 14 años condenada al encierro y el sufrimiento.
Los días de Ella transcurren, largos, casi interminables y exhaustivos, entre retazos de tela, alfileres, distinguidos vestidos en tono verde, elegantes diseños en seda amarilla, chaquetas y bordados. Una sola pregunta atosiga su mente: ¿la abuela está viva?
En cada corte, encaje, enmendadura, se entrelazan recuerdos de los días anteriores a la guerra, cuando la abuela compartía su conocimiento en alta costura y ambas pasaban las tardes leyendo revistas de moda. Los remanentes de su pasado, en conjunto con la compañía de Rose, una joven risueña y soñadora, mantienen viva la esperanza de Ella, esa esperanza frágil como la cinta de seda roja que le es entregada por Rose. Al ser casi imposible conseguir un objeto semejante en aquel lugar, su valor representa un recordatorio de todo cuanto afuera les espera en compañía una de la otra.
Su mano encontró la mía en la oscuridad. Noté algo suave.
–¿Qué es? –pregunté, también susurrando.
–Una cinta. Ya la verás por la mañana. Un pedazo de belleza, sólo para ti.
Esperanza…
El buscador arroja, sin exactitud, que la etimología de la palabra tiene relación con el término en latín sperare, esperar. ¿Es la vida en realidad una espera interminable? Es la batalla constante con y por el porvenir. Es ese avanzar a trompicones, un caminar inestable, el andar sobre un puente en condiciones deplorables que amenaza con caer, pero que nos alentamos a cruzar en la espera de alcanzar la belleza que nos aguarda del otro lado. Si el oasis que se vislumbra al final desaparece entonces no habrá más razón para continuar. La pérdida de la esperanza nos puede conducir a perecer a mitad del camino, o puede también llevarnos a la desilusión al final del mismo tras haber soportado infinidad de adversidades. Sí, puede ser un arma de doble filo, pero es un error, con un desenlace letal asegurado, el no albergarla en lo más mínimo dentro de nosotros, tal como Ella opta por creer cada día que afuera de aquel lugar tan atroz, o incluso dentro del mismo, existe aún la belleza, la bondad, y en algún lugar del mundo, la abuela le espera. Por eso y solo por eso, vale la pena seguir, cruzar el puente de la vida.
–¿Cómo sabrías que vendría? ¿Cómo sabías siquiera que sobreviviría?
–Porque pensar lo contrario era insoportable.
Más de una vez Ella refunfuña ante las palabras de Rose. La mención de la esperanza le parece uno más de los ornamentos para sus historias, para esos cuentos fantásticos que narra al resto de las costureras y compañeras de barraca. Pronto se da cuenta de que imaginar opulentos palacios, princesas, o creer en la magia aunque sea por unos minutos, hace desaparecer el sonido de los disparos, los gritos, incluso el dolor que se apodera de sus cuerpos. La imaginación como resistencia y antídoto, tal como lo es para ella el vaivén de la aguja en la tela o el rítmico sonido de la máquina de costura.
Incluyéndome como testigo de las narraciones fantásticas de Rose, pienso que la esperanza es, después de todo, una especie de presencia mágica, incluso mítica y fantasmal, pues, aunque merodea silenciosa hasta nuestros días más apacibles, su presencia suele manifestarse ante las situaciones hostiles de la vida, como un lazo del cual tirar mientras una siente que se ahoga en aguas profundas y agitadas.
Así también, Ella teje, literalmente, la esperanza del fin de la guerra. Costura por costura, enmiendo tras enmiendo, confecciona su propia libertad y cientos de historias sobre la abuela, a quien espera encontrar con vida. La imagina sentada frente a la mesa en la eterna espera de verla llegar. “Tú no sabes cómo es la historia, Ella. Siempre hay un capítulo más”, le recuerda Rose, y, aun cuando su ánimo flaquea, yace consigo la esperanza, frágil, valiosa, de belleza lastimera, como una cinta de seda roja.