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Catherine the great: El amor es lo que queda de nosotros cuando todo lo demás ha desaparecido

Tiempo de lectura: 5 minutos

El amor es lo que queda de nosotros después de que todo lo demás ha desaparecido. Los poetas quieren que creamos eso, pero, ¿qué saben ellos?

Me parece que te lo dije alguna vez, que quizá debemos comenzar por cuestionar las diversas formas del amor. Me refiero, sobre todo, a esa faceta suya en que difiere de lo bello, del ideal romántico, de un amor en estrecha relación con el bien. ¿O será que eso no es en realidad amor?

El amor permanece en la guerra, nace de la guerra, crea la guerra, es lo que pienso en la medida en que se desarrollan los capítulos de Catherine the great, la miniserie de HBO que recrea la vida de la emperatriz de Rusia, Catalina II.

Antes princesa alemana, se convirtió en emperatriz de Rusia después de contraer matrimonio con el emperador Pedro III, a quién derrocó con un golpe de estado militar en 1762. Su reinado representó un periodo de expansión para el imperio ruso, por lo cual se le conoce como Catalina la grande. Pero, te lo he dicho ya, no es la cronología de guerras y conquistas lo que me importa por ahora, sino otra cosa.

Desde el primer capítulo vemos cómo más de un hombre intenta ascender al poder conquistando el amor de la emperatriz Catalina, interpretada por Helen Mirren. Pero ella revela, desde aquel semblante serio, rostro de ojos pequeños y piel blanquecina, barbilla alzada, ser una mujer estoica, reticente, inflexible, sumamente inteligente, características que le permiten ocupar un lugar en la realeza y ser reconocida por muchos como la gobernante, además de hacer frente a aquellos que rechazan un gobierno nacido de la traición.  

¡El teniente Potemkin! Es cierto, fue el día del golpe, cuando cabalgué frente a las tropas, él se arrodilló y levantó algo que había tirado, recuerda Catalina aquel encuentro que determinará el resto de su vida.

Su mirada perdida. Rememora, reconstruye la imagen de aquel momento fugaz en que vio por vez primera el rostro del teniente que llevó a su ejercito a la victoria frente a Pedro III. Un rostro entonces anodino, olvidable. Ahora un rostro que le hace brillar las pupilas y saltar con emoción para decir: ¡El teniente Potemkin!

Perspicaz, astuto, tenaz, el teniente Grigory Potemkin, interpretado por Jason Clarke, conquista la sensibilidad de aquella mujer de carácter hermético, al punto que despierta en ella el miedo a amar, pues implica, dice Catalina, colocarse en un estado de vulnerabilidad, lo cual alguien en su posición no podría permitirse.

“Dar el corazón es un riesgo tan grande, te deja vulnerable, de pronto estás a merced de todo el mundo”.

Te pregunto ahora, si alguien en la posición de Catalina no puede permitirse la vulnerabilidad que el amor confiere, entonces, ¿quién puede? ¿Para quién es el amor? ¿Es en verdad vulnerable el qué ama? Pero no nos apresuremos, no sin saber que es aquello por lo cual teme el personaje de la emperatriz.

Catalina entabla con potemkin una relación que perdurará hasta su muerte, a pesar de la oposición de otros miembros del consejo, la reticencia, envidia y resentimiento de su propio hijo, Pablo I. Una relación que desafía las formas cotidianas en que entendemos el amor, esa palabra tan utilizada y, creo yo, tan poco comprendida, misma que escapa de tu boca, que se describe para ti en algún diccionario con significados complejos e inequívocos. Pero, dime, ¿en verdad has amado todo cuanto has dicho amar alguna vez?

De repente, el reinado de Catalina corre peligro. Hay quienes reclaman la corona del difunto rey, que están dispuestos a arriesgar su vida por recuperarla, hombres que dicen ser la reencarnación del espíritu del verdadero gobernante de Rusia. Mientras tanto, Catalina y Potemkin están cada vez más cerca, comparten, entre otras cosas, la ambición, el deseo de expansión para el imperio ruso. Su amor trasciende, literalmente, tierra y mares.

Sujeto a los riesgos que conllevan encomiendas como la conquista de tierras turcas, Potemkin pasa extensos lapsos de tiempo lejos de Catalina, quien escribe cartas en las que constantemente expresa su deseo de tenerle de vuelta.

Jóvenes apuestos, sensibles e inteligentes son invitados por la reina a “sus aposentos”, al tiempo que en Turquía mujeres acompañan al general Potemkin mientras este lee las cartas de su reina, su amada Matushka.

“Quiero lo que todo hombre desea, hacer su camino. Y encontrar el amor, de ser posible”.

A pesar de sus riquezas, en los silencios de Catalina se resguarda la carencia del amor ahí donde debería estar presente, el de una madre, el de su antiguo esposo, a quien no amó nunca, con quien contrajo matrimonio por conveniencia, así como por conveniencia parió también un primogénito, Pablo I, un hijo al que nunca pudo querer y por quien nunca fue querida, sino repudiada.            

¿Dónde nace entonces el amor (si es que hay en verdad fuentes primeras donde encontrarlo)?

No es siempre el impulso a todo cuanto hoy día consideramos bello y benevolente. Es, quizá, cuestión de replantear conceptos.  Hace tiempo escuché a una escritora recordar que a veces hacemos cosas terribles por amor, y entonces nos damos cuenta de que no es aquel en el que hemos creído, el narrado en los cuentos de hadas, la enseñanza primera en la inocencia de la infancia.

¿Habría que buscar otros términos, otras maneras nombrar todo cuanto permanece al margen?

Alguna palabra podremos inventar para nombrar aquello que responde el teniente Potemkin cuando enfurece frente a Catalina, después de que esta pone en entredicho esa fuerza de la que él tanto tiempo se jactó como combatiente. Estas envejeciendo y estás enfermo, le dice, y él le recuerda: “Se que construí un gigantesco imperio, yo solo quería que lo vieras, Matushka, porque lo hice por ti, por Rusia”.

Cómo hablar de amor como si este tuviese una forma única, si al igual que el amor más bello que juras entre madre e hijo, que atribuyes a quien una noche acaricias la mejilla, o a la hermana que acompaña tus tristezas, este amor, el de Catalina y Potemkin, que da pie a guerras, al derramamiento de sangre, despierta también el impulso, el deseo; dispuesto ante cientos de posibilidades, se abre a la certeza del dolor. Y, al igual que todo cuanto amas, pronto termina por desvanecerse, o bien, como una nube que tras el transito en el cielo vira de una forma concreta a la imagen de un ave, un elefante, un suspiro de nubes crespas, este se transforma hasta ser algo irreconocible, algo que oculta su forma primera, así como el imperio Ruso oculta aquel brillo en las pupilas de Catalina II, cuando recuerda y dice ¡El teniente Potemkin! Y la belleza… Aquello que es bello difiere tanto entre el abismo que separa tus ojos de los míos.

Ante todo, creo que podemos entender el amor como fuente de creación. Aunque aquello que de él nace sea en muchas ocasiones un monstruo cuya fealdad es adorada. Pero, si ahondamos en todo cuanto nos rodea, en la visión de esa nube en el cielo, en nuestro propio imperio de un pasado imborrable, en las criaturas que hemos engendrado, me parece que podríamos creer que es cierto, ¿no te parece?, que el amor (en sus diversas formas) es lo que queda de nosotros cuando todo lo demás ha desaparecido.

Carta de Grigory Potemkin a Catalina:

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