📸: Agencia EFE
Simone Biles aparece a cuadro con un leotardo azul marino, repleto de lo que supongo son cientos de cristales Swarovsky cuyo brillo titila aún cuando la gimnasta permanece sentada, a la espera de la siguiente rotación en la final del all around individual de los Juegos Olímpicos París 2024.
¡Ay Dios!, es lo único que puedo decir en voz baja deseando que mi jefe ignore mi momentánea distracción en plena jornada laboral. El comentarista repite el nombre de la gimnasta estadounidense una y otra vez, y las cámaras enfocan su rostro con frecuencia.
Sintonizo tarde. Simone se encuentra en el grupo fuerte de competidoras. Restan dos rotaciones más para ella, viga de equilibrio y manos libres, ambas su especialidad. Los ojos del mundo (bueno, en realidad solamente de los curiosos, amantes de la gimnasia artística, Snoop Dog, algún que otro famoso más y yo) permanecen expectantes ante el posible regreso de Simone, pero lo que aún no sabemos es que París 2024 es en realidad el debut de una nueva atleta.
A riesgo de que mi jefe decida confiscar mi teléfono celular o incluso optar por el despido, desde muy temprano supe que tenía que ver a Simone. Tal vez porque muy en el fondo siento que en este momento de mi vida, realizo mi propio regreso de una jornada muy similar a la suya hace cuatro años, digamos de mi propio Tokio 2020.
En los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, tras varios errores garrafales y nunca antes vistos de manera tan consecutiva en las rutinas de la atleta, Simone Biles se declaró fuera de la competencia por cuestiones de salud mental, una especie de bloqueo que en la gimnasia llaman twisties que es algo así como una desconexión entre mente y cuerpo. Recuerdo ese momento, fue un escándalo. Muchos pensaban lo mismo que yo, ¿cómo era posible ver romperse a una figura de alto nivel y fortaleza como Simone Biles? Las críticas fueron innumerables. Muchos perdimos de vista el hecho de que nos referíamos a una chica de carne y hueso, un ser humano, una simple mortal. Cuando Simone pedía la misma comprensión que alguna vez necesitó mi yo del pasado, aquella pequeña patinadora artística que traté sin piedad a costa del éxito, con largos y extenuantes entrenamientos, humillaciones y ataques que yo misma profería en exigencia a lo que en ese momento no era más que una niña exhausta que había olvidado cómo divertirse en el deporte.
Ya está, Simone sube a la viga de equilibrio. Con el único movimiento de mis ojos, la veo desplazarse y girar en aquel reducido espacio. De vez en cuando estiro mi brazo para alcanzar un latte descafeinado y dar un trago mientras aún está caliente. Me siento algo ridícula, cursi tal vez, pero la ejecución de Biles me transmite cierto dejo de fuerza y seguridad.
La rutina termina y el aterrizaje de Biles es tan perfecto y limpio como lo fue el resto de sus elementos. Su equipo celebra, y yo asiento con la cabeza, en silencio, suprimiendo toda emoción que me embarga en ese momento, la euforia, la felicidad, todo eso se traduce en un escalofrío que me pone la piel de gallina.
Mientras espero la última rotación en el manos libres, observo la pared lisa sin ventanas. Pienso en la revista, en los días que han transcurrido sin que pueda escribir algo, por más simple que sea. No recuerdo cuánto ha pasado desde que decidí tomarme un respiro, pero estoy segura de que hace ya bastantes meses de mi último colapso ansioso. También tuve colapsos ansiosos en la pista de hielo, esas ganas irremediables de huir, dejarlo todo y por fin dar un respiro, recordar lo que era ser una chica de secundaria, asistir a fiestas, enamorarse y de más, ese impulso de querer salir corriendo que describió Biles en Tokio 2020, un cúmulo de emociones mantenidas en secreto, largas noches en vela y sollozos en la oscuridad.
Se abre la puerta. Un chico entra a la oficina sin siquiera mirarme, apenas presta atención a la pantalla del teléfono sobre el escritorio y se va. A lo lejos escucho los siseos de una radio, el rugido constante de las grandes máquinas, mientras el mismo aire caliente revolotea en la habitación. Nadie con quien emocionarme, gritar o celebrar. Nadie a quién contar la razón por la que admiro a Simone, más allá de su fuerza física, su talento y disciplina, esta chica desarrolló una fortaleza que rara vez nos preocupa en el deporte (y en la vida), que tiene que ver con la capacidad de una mente sana que ella misma puede controlar y no ser controlada por ella, lo cual en estos tiempos es un gran privilegio. Es increíble, pienso, ver cómo aún a pesar de las vicisitudes de un pasado doloroso y de los altibajos que se presenten, ella sigue en pie, como una estatua imponente, imperturbable, aún cuando por dentro mantenga esa sensación de ser ruinas y escombro.
En Tokio 2020 se habló y teorizó demasiado sobre el retiro de una promesa de la gimnasia artística. Muchos pensaron que era el final de la gran atleta, incluso la misma Simone, como lo revelaría más adelante en el documental para Netflix: Simone Biles vuelve a volar. Pero ahora no solo rompió muchos de los tabúes sobre la salud mental, sino que nos llevó a repensar muchas de las prácticas sumamente estrictas, a veces incluso inhumanas, que se han utilizado durante años para la formación de deportistas. El anhelo por un oro, más si es un oro olímpico, nos convierte en depredadores incansables, incluso con nosotros mismos.
Como expatinadora crecí en un ambiente hostil dentro del deporte de alto rendimiento, aunque resultó ser bastante similar al acontecer de la vida cotidiana, en esa constante lucha por la supervivencia, más en una realidad donde estamos constantemente expuestos a la importancia de la opinión pública a través de las redes sociales, a la presión de nuestros familiares, a una idea de lo que es el éxito sin el cual no seremos nada, sino del todo desechables.
Biles dejó entrever ese ineludible momento de quiebre al que se le puede llevar a un ser humano tras largas jornadas de presión y sobre exigencia, en lo que es ahora, en todo contexto, un ambiente hostil. En esa vía, llega el momento en que dejamos de pertenecernos a nosotros mismos, perdemos por completo el control. La presión y la opinión pública se convierte en algo tan agotador y agobiante como esas incandescentes luces blancas que Simone describió que le ocasionaron el primer twistie durante la prueba de Tokio 2020.
Como las muchas cámaras que siguen cada paso de las competidoras dentro de la arena,
sentimos que siempre hay alguien que espera de nosotros lo mejor o, de lo contrario, no seremos nada para nadie, ¿pero qué hay de lo que esperamos de nosotros?
De Simone si lo esperan, que sea la mejor, toda una Nación, muchos aficionados exigen desde sus cómodas habitaciones con televisor que sea la mejor de los olímpicos. Yo también lo espero, de alguna manera mis esperanzas me llevan a recitar en leves susurros un Tú puedes Simone a la pantalla de mi teléfono. Sonrío, mientras observo la gran arena olímpica en la pequeña pantalla de mi celular, pienso que Simone es una especie de señal, de que es posible, que en algún momento retomaré la revista y otros proyectos, que escribiré de nuevo y podré solucionar una vida que de repente me figuró puesta de cabeza, que esas voces que acarrean pensamientos negativos terminarán por silenciarse… Pero Simone lleva un leotardo azul marino repleto de Swarovsky a cientos de kilómetros distancia, ajena siquiera a mi existencia. Ahora, me pregunto, ¿cómo regresaré yo a mi propia viga de equilibrio?
Simone no solo puso en tela de juicio la importancia de velar por la integridad de los atletas, si no que, en conjunto con el equipo estadounidense, demostraron que es posible optar por otras estrategias de entrenamiento que no busquen la deshumanización de los competidores. Un ejemplo fue la sensación de este año en los equipos estadounidenses de gimnasia rítmica y artística con Bacon, un adorable golden retriever de pelo dorado que, capaz de identificar síntomas de estrés o ansiedad, trabaja como perro de apoyo para los atletas.
Sonrío, pienso en Johnny, mi propio golden retriever de pelo rojo, o mejor dicho mi bola de pelos de apoyo emocional. De pronto escucho un vitoreo desde las bocinas del teléfono, restan tres competidoras dentro de la prueba de manos libres.
Sunisa Lee arrasa con una rutina de alto grado de dificultad, haciendo alarde de sus cualidades artísticas al ejecutar cada movimiento con suma elegancia. Pero llega el turno de la brasileña Rebeca Andrade quien demuestra que no está dispuesta a irse sin subir al podio y aventaja a la estadounidense en el primer puesto. Ahora es el turno de Simone, las cámaras no han parado de mostrar a cuadro su rostro de semblante serio e imperturbable. El comentarista de voz grave y melodiosa pregunta una y otra vez si será ese un gesto de nerviosismo o se suma concentración por parte de la gimnasta.
Apenas entrar al cuadro para su performance en Manos libres, cada centímetro de mi piel se eriza, puedo sentir ese ligero escalofríos recorrer mis mejillas, mis manos tiemblan y todos podrían notarlo, ¿por qué ocultar mi emoción por ver a la mujer del momento hacer historia en los juegos olímpicos de París 2024?.
Simone concluye su participación en el all around, sin saber siquiera que cerraría los olímpicos como la medallista suprema en gimnasia artística, superando incluso a otra leyenda, nada menos que la rumana Nadia Comaneci, en el número de medallas olímpicas obtenidas.
¡Eso! No puedo evitar gritar, incluso deja de importarme guardar la compostura en un ambiente de trabajo. Me digo, Ha vuelto, Simone está aquí. Pero esta Simone era otra, una más fuerte, más inteligente y cauta, una chica que sonríe y de nuevo disfruta mientras hace historia dentro de la gimnasia olímpica, pero también marca un antes y un después para el deporte.