Recuerdas que al pisar el último peldaño estabas tan alto que casi podías tocar los techos del teatro Degollado. Recuerdas también que desde la galería escuchaste los últimos Re Mi Fa de los instrumentos al ser afinados, era una cacofonía lejana, como el aletear de parvadas de aves. Entonces lo viste, asomó medio cuerpo sobre la barandilla e imaginaste sujetarle para que no cayera hasta aterrizar entre toda la gente galante reunida para escuchar la Orquesta Filarmónica de Jalisco.
Recuerdas que antes la mano del acomodador debió trastabillar, la prisa de colocarlos en el sitio correcto, tal vez, porque él llegó tarde aquella noche oscura como ninguna, cuando esperaste paciente con un par de entradas en mano mientras el mozo repetía que cerraría las puertas y serían enviados a galería para presenciar el concierto, y tú estrujabas el papel entre tus manos frías, y ahora guardas su boleto que está roto más allá de la línea punteada, porque el buen mozo tenía prisa, una prisa incalculable, con el temblor de sus manos y el ir y venir de su mirada en torno al estrecho pasillo. ¿Tu boleto?, en algún basurero. Simplemente lo perdiste, lo rompiste por completo quizá, pero debías conservar algo que te recordará que todo esto, debes creerme, sucedió alguna vez.
Dos años después la lluvia cae como un dosel sobre la lóbrega explanada de Plaza de la Liberación, las calles vacías, ya no hay casi nadie, excepto aquellos que se resguardan entre recovecos de la ciudad y esperan conciliar el sueño en medio de la tormenta.
En secreto guardas el trozo de papel entre las páginas de un viejo libro, dentro de tu mochila. Tambaleas tu cuerpo de un lado a otro y paseas la mirada alrededor con aparente tranquilidad, como si no hicieras más que esperar el paso de las horas y el final de la lluvia. Pero lo cierto es que buscas algo, buscas la columna donde recargaste tu hombro hace tiempo, buscas el viento gélido que alborotó tu cabello, y a lo lejos las luces azuladas en el enorme edificio de la Catedral, y en la oscuridad de la noche buscas otro lenguaje, parecido al que perdiste hace dos años, la última vez que visitaste este teatro. Entonces también llovió al final del concierto, pero poco, una llovizna que cayó como un susurro, un secreto que corrió sobre sus cuerpos hasta anidarse en los pisos húmedos de la zona centro.
Te preguntas si él recuerda algo de aquella otra noche en que los espectaculares relucían al anunciar las partituras de Tchaikovsky, Bizet y Satie. Hoy no hubo un mozo con la prisa a cuestas, el concierto terminó, dejó una sombra que se cierne sobre ti, el eco de las notas desprendidas minutos antes, cuando al interior del teatro escuchaste composiciones de Arnulfo Miramontes, Richard Wagner y Gabriel Pareyón.
Ese dejo de música, esas partituras incomprensibles que se desprendían de los atriles en manos atareadas de los músicos, eso es importante, porque hace días que en tu mente se agotaron las palabras, silencio, ni siquiera escuchas ese alboroto previo como de orquesta, supones que lo que quieres decir ahora y no puedes, lo dijo Pareyón o Wagner o Miramontes, seguro que ese enjambre que revolotea tu mente son los trinos en violín, y ellos escribieron oscuridad, y dijeron que la oscuridad suena así, y ese, sorpresivamente, es también tu hueco, lo escuchas palpitar en cada repunte del trombón, y ese hueco aún seco entre la lluvia, es insondable.
Es probable que Pareyón, al igual que Satie, quisiera decir caos, belleza, o tal vez algo más sencillo, y con notas musicales escribir lluvia, una como la que ahora arremete frente a la entrada del teatro. Pareyón escribió rayos, Satie llovizna y viento gélido, y todos, absortos, hemos en realidad salido empapados, hemos estado bajo el agua, hemos presenciado la batalla del trombón.
Al caer tus párpados lo observas de nuevo, escuchas su respiración entrecortada, no puedes despegar la vista de su rostro, ahora infantil. No sabes de dónde proviene ese cosquilleo que te recorre el cuerpo, no sabes porque de repente sientes que en tu pecho anidan larvas, cientos y cientos de larvas que se retuercen como a punto de desgarrar piel y huesos para salir de ahí, cada vez más y más cerca a medida que los instrumentos se aceleran, corchea, doble corchea, y el gran trombón estalla una vez más por encima de todo.
Crees que llegará en cualquier instante, por eso te aseguras de que el viejo boleto sigue ahí, contigo. Le dirás que Pareyón, al igual que Satie, ha puesto lenguaje a tu silencio, a esa incapacidad que te corroe desde aquella otra noche en que destrozó las palabras, y no sabes si fue para siempre, pero sabes que algo, un dejo intacto permanece en la Gymnopedie y ahora lo encuentras de nueva cuenta en un concierto de trombón, que describe la noche, la espera, y una caída estrepitosa.
Miras arriba y el recuerdo es tinieblas, miras al frente y ves descender su cuerpo, porque no lo detuviste, no esta vez. Cae. Al descender comienzan los trinos, torso y extremidades son aves, y revolotean.
José Luis Castillo, un hombre cano de cuerpo largo y delgado, alzó su mano en papel de director de orquesta, haciendo vibrar cuerdas, pasear ojos sobre partituras, incitando la audacia de los cuerpos sobre la barandilla desde lo alto del teatro, de aquellos que ansiaban presenciar al hombre que trae a la vida la música como resonancia de otro tiempo, de otras almas.
Es tarde. Absorta, observas los destellos de las gotas de lluvia bajo la luz de los faroles. Piensas en la oscuridad, te preguntas a qué se parece, oscuro como boca de lobo, oscuro como una cueva, oscuro huele a rosas, oscuro sabe a racimo de uvas, oscuro es la Gymnopedie, oscuro como el enorme agujero que exhalaba las notas de aquel enorme trombón en manos de Faustino Díaz, oscuro es el hueco de Satie y el tuyo .
Ahora imaginas. Pisas de nuevo el último peldaño pero no hay nadie, ni siquiera sombras en la galería del teatro vacío. Pisas el último peldaño de tiempo, el último peldaño como la línea punteada faltante en el viejo boleto, el último peldaño como la mano del director de orquesta marcando silencio y el estruendo, el rotundo del trombón, el último peldaño como la melodía en la cabeza de Satie. Y estas tan alto que casi puedes tocar los techos del teatro degollado. Tan alto, que casi puedes tocar de nuevo esa ausencia que llega apresurada, una y otra vez, a aquella noche oscura como ninguna.