La fiesta, la nostalgia, el calor infernal, la lluvia, Venus adornando el cielo crepuscular, la noche y la música de los Fabulosos Cadillacs le dieron a las 300 mil almas chilangas (y una que otra extranjera) una noche maravillosa.
El movimiento comenzó por la tarde, el metro capitalino comenzaba a abarrotarse de chavos, rucos y chavo- rucos, que no se querían perder el concierto gratuito de una de las bandas más grandes de la música latinoamericana.
A la salida del metro Allende se podía escuchar la música de la agrupación que ponían las chelerías improvisadas en la calle para unirse también a la celebración, era como seguir las migas de pan hacia la verbena del ska.
Camino a la plancha se podía ver el público excitado y feliz, todo tipo de personas; la mayoría rondaban los 30 y 40, pero había de todas las edades, porque el ritmo de los Cadillacs ha tocado a todas y todos en algún momento de la vida; sin importar clase social, raza o nacionalidad, han bailado con sus canciones, y podría apostar a que por lo menos una de esas forma parte de la banda sonora de su vida.
A las 4 de la tarde, cuando el sol y el calor estaban en pleno apogeo, los verdaderos fans guardaban celosos su lugar lo más cerca posible del escenario; había quienes se guarecían debajo de los edificios aledaños a la plancha, muchos más en las chelerías de los alrededores (donde por cierto el servicio de sanitarios se cobraba aparte, 9 pesitos por echarte una chis ¡ya ni la friegan!).
A las 6 de la tarde, cuándo la furia del calor de sol había amainado, poco a poco la gente comenzó a salir de su guarida; ya con unos alipuses encima se aproximaron a la plancha, la cual por cierto estaba casi al tope de su capacidad, la única manera de entrar era dejarse arrastrar por la marejada humana y esperar a que diera inicio la función.
Eran las 7 con 30 minutos y ya no cabía un alma en el Zócalo, comenzó el desfile de emprendedores vendiendo: cervezas, cigarros, aguas, dulces y uno que por ahí gritaba que traía “monaice” (mona con sabor).
Todavía no comenzaba el bailongo y ya se suscitaban los ataques de pánico, gente desmayándose y otros tantos que habían perdido a sus acompañantes y los buscaban desesperados, no obstante el ánimo se iba encendiendo, mientras los minutos corrían en el reloj de la torre latinoamericana y el planeta Venus se hacía más visible a su lado, el público se impacientaba: “Ya empiecen cabrones”, gritaban unos mientras se tomaban su Carta Blanca de 50 pesos que le compraron a las vendedoras que te hacían llegar la chela hasta la comodidad de tu lugar, el elixir para encender la borrachera.
Por fin llegó la hora, a las 7:58 de la noche, sonaron los primeros acordes de trompetas y guitarras. La muchedumbre enloqueció. La voz de Vicentico envolvía el espacio sonoro del corazón de la Ciudad de México y hacía que a su ritmo se movieran los miles de cuerpos que allí se entregaban a la música, de los que efectivamente son fabulosos músicos.
Con las luces que agrandaban a la banda de rock, comenzó el jolgorio. El movimiento de los cuerpos que reaccionaban bailando a la cadencia de los instrumentos, el slam de los más rudos y las voces que, gritando, acompañaban las canciones, hacían del Zócalo capitalino la pista de baile más grande del mundo.
Las letras que un día fueron combativas y críticas, esa noche fueron himnos de paz y alegría y nadie se lo quería perder. Podías ver personas colgadas de postes, de rejas de ventanales, en los quicios de las ventanas, todos querían sentir la vibración del sonido, aunque fuera un poco más, y es que esa energía no se siente todos los días.
El momento más bonito de la noche sonó al ritmo de Calaveras y Diablitos, porque ¿quién no quiere morir sin antes haber amado, pero tampoco quiere morir de amor? Vicentico puso a cantar a todos con ese reggae- ska tan cadencioso, y aprovechó para dar las gracias en nombre de la banda, con la inconmensurable alegría que les daba estar allí. Y cómo no, si tenían a cientos de miles de personas coreando sus canciones.
Con canciones como El León, Carmela, Mal Bicho, Vasos Vacíos y Matador, llegó el éxtasis y la locura; todo era baile, brincos y gritos, ya nadie podía detener eso.
Y al son de Siguiendo a la luna, los más románticos dirigían su mirada hacia la luna llena mientras coreaban la nostálgica canción.
No obstante, también hubo “soldados caídos”, gente con ataques de ansiedad, desmayos, sofocación, a los que “les dio la pálida” y sus amigos se los tuvieron que llevar cargando a algún rincón menos atiborrado de gente (misión casi imposible).
Los paramédicos no se daban abasto; a los que estaban desvanecidos les apoyaban dándoles una gasa mojada con alcohol y un poco de concentrado de lavanda para que lo olieran, no había salida, había que apechugar entre el pánico, el ritmo que hacía vibrar el suelo y el calor asfixiante que emanaba los cuerpos de “la chilangada”.
Una mujer comenzó a brincar las vallas con desesperación gritando que iba a haber muertos, lo cual aumentó el pánico de los que ya sufrían el sofoco del atiborrado concierto.
Muchas parejas llevaban a sus hijos menores, desde bebés de brazos hasta los 17 años, muchos de ellos se veían más asustados que gozosos, así que probablemente ellos serán la generación traumada por los conciertos masivos.
Así se llevó a cabo el concierto con más gente en la historia de masivos de la Ciudad de México; entre la mota, la mona, las chelas, el pomo, las broncas, los insultos, la lluvia ,el olor a PA.SU.CO, el pavor y sobre todo la alegría de saber que la buena música sigue viva.
Larga vida a Los Fabulosos Cadillacs.