“Tengo ganas de sacar de los archivos de escondidas historias femeninas, sus gestos, sus urgencias, sus prisas y su ira. Tengo ganas de salir con carteles a la calle y encontrarme en multitudes para cambiar la vida”.
Julieta Kirkwood
Ser política en Chile
La otra vez fui a jugar al fútbol y vi a una chica de unos veintisiete años, más o menos, amarrándose el pelo, poniéndose los zapatos, disponiéndose para el juego. Me contó poco, casi nada, pero supe su nombre porque los demás la felicitaban durante el partido, seis por lado, que no recuerdo cómo terminó.
La chica partió a su casa, o más bien a tomar con el grupo y yo me fui. Y cuando me fui entendí que ella me había dejado algo, una imagen, un par de palabras.
Tal vez soñé que un día me llamaba por teléfono y hablábamos largo y tendido de nuestras vidas. En el sueño ella me contaba que su abuela tuvo lugar en la historia del feminismo.
-Soy la nieta de Julieta Kirkwood
-¿Y quién es Julieta Kirkwood?
-¿No sabes?, me dijo, un poco sorprendida. Bueno, no es famosa, pero es bastante conocida en las academias.
Éramos dos pájaros en el sueño, volando alrededor de un árbol, en el que me podría haber quedado dormido una y otra vez. Entonces me contó que si bien los libros de su abuela existían en editoriales independientes, sus ediciones, las que ella guardaba en el corazón, eran cuadernillos que alguien le había regalado y que ella subrayaba con colores, rojo, calipso, rosado… y que su libro favorito era Ser política en Chile.
Tejiendo mientras se discutían temas importantes
La vi sentarse en su cama a leer a Julieta Kirkwood. Entonces se abrieron sus ojos, que no eran particularmente grandes, y su voz salió despacio, como si estuviera recordando verdades profundas.
Sí, me decía. Sí. Esto me acompaña.
Me contó que ella era una activa feminista. Y me mostró sus pañuelos. Los tenía amarrados a una repisa donde guardaba libros. No demasiados.
Estaba triste, o un poco cansada, el día que soñé con ella, pero eso no le impidió contarme más. Le pregunté por su madre y por su abuela. Me dijo que de eso no me iba a hablar mucho. Que no nos conocíamos lo suficiente para abordar esas preguntas. Pero que su abuela había muerto de cáncer en 1985 y que era una mujer reservada. Que siempre se sentaba en la última fila, y tejía, coqueta, mientras se discutían temas importantes, hasta que pedía la palabra y ahí se generaba un estruendo. Todas sabían que cuando mi abuela levantaba la mano grandes preguntas se iban a mover. Dicen las que la conocieron, que mi abuela te hacía sentir digna. Te decía que antes de ti hubo una historia que no fue contada, que no estabas sola, que podías encontrar mujeres semejantes si sabías tejer el pasado.
Kirkwood y Rimsky
Me contó que su abuela fue velada en la Casa de la Mujer La Morada junto a sus amigas. Aunque me dijo que la verdadera Julieta Kirkwood nunca tuvo una hija ni menos una nieta como ella. Que estaba hablando en metáforas. Y que no sabía cuántas eran esas verdades, esas notas de su abuela, guardadas en estantes como formas de expresar el deseo. Formas que trascienden la muerte. Me contó que su abuela había despertado de nuevo en un libro con la portada cubierta por un graffiti que decía el nombre de dos escritoras: Kirkwood y Rimsky. De Rimsky no sabíamos mucho. Leímos el prólogo ese día en su casa. La vida deja un archivo y puede pasar mucho tiempo hasta que ese archivo se revele y haga sentido a toda una generación. Eso había pasado con las notas de su abuela.
Qué bien, le dije, tu abuela no ha muerto.
-No, la llevamos a todas las marchas, estamos con ella cuando subimos la escalera y hacemos banderazos en la Biblioteca Nacional y cantamos himnos que no puedo repetir. Himnos que son secretos. Porque a ciertos lugares donde vamos nosotras, donde va nuestra voz, tú nunca vas a entrar, me dijo. Tú nunca vas a estar ahí. Son espacios para nosotras.
-¿Cuántas son?
-Somos cientos. Cientos de miles. Millones, me dijo. Vamos a cambiar este país. La revolución no era lo que pensábamos, pero no te puedo contar mucho más.
El árbol donde girábamos en el sueño se empezó a caer, empezó a temblar, y otros pájaros huyeron, y ahí fue que todo cambió. Hubo una corriente eléctrica y tuvimos que volar, pero no sabíamos bien hacia dónde.
Entonces nos perdimos y nunca más la volví a ver. Nunca más supe de ella.
La Julieta
Un día fui y compré el libro de su abuela. Rescataba textos que había publicado en revista Furia y conferencias entre 1979 y 1985. Lo leí completo en una o dos noches en vela con una fuerte tos que parecía venir del más allá. Una tos rara, porque no descansaba nunca. Leyendo el libro comprendí que no se trataba de entenderlo todo. Que yo nunca iba a entenderlo todo.
Se abrieron preguntas y quise hablar con mi amiga, pero no pude porque ella no quería hablar conmigo. Decía estar molesta o sobrepasada por cosas.
Entonces llamé a sus compañeras mayores, mujeres de más de setenta años que vivían por ahí, cerca de la misma ciudad, en casas distintas donde por las noches se prendían las luces y la gente murmuraba. A esas casas fui a buscar más imágenes de la vida de esta mujer que estábamos leyendo, a quienes llamaban la Julieta, y comprendí con ellas que había un lema de la época que se repite, y que recién a principios de los años 50 la mujer tuvo derecho a voto, y que no habrá nunca feminismo sin democracia. Me explicaron el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia de un modo claro, tan diáfano, que lo pude entender. No es lo mismo hacer el recorrido en el cuerpo de una mujer que en el cuerpo de un hombre. No es lo mismo ir a la revolución menstruando. No es lo mismo sangrar, que te duelan los órganos. No es lo mismo parir que no parir. No es lo mismo y no queremos que lo sea. No queremos los mismos derechos, queremos reescribir la historia, queremos cambiar el sistema. La revolución será feminista o no será. Eso me dijeron las mujeres mayores, con pañuelos verdes y fuegos en los ojos y lágrimas en las manos, recordando a su amiga, que luchó hasta el día en que murió, porque en el hospital donde agonizaba no había ninguna médica y una enfermera dijo: no se preocupe, aquí la van a atender bien, son todos hombres. Entonces, me contaron, Julieta se sacó la mascarilla con oxígeno y dijo como pudo: las mujeres sabemos lo que nos han dejado saber.
Todas las amigas tenían el libro. Y todas lo citaban.
“La incorporación de las mujeres al mundo será para el movimiento feminista un proceso transformador (…) Se trata, entonces, de un mundo que está por hacerse y que no se construye sin destruir el antiguo”.
¡Qué costilla!
Hubo una noche en la que se juntaron en el bosque a leerlo. Estuve espiando detrás de los árboles. Escuché cómo poco a poco se levantaban las voces. Alguien mencionaba algo y luego se iban pasando la voz. La palabra democrática era acompañada de un silencio. Profundo. De ultratumba. Alguien dijo: No nacimos de la costilla del hombre. No hay un solo ser humano que no haya llegado a través del cuerpo de una mujer. Alguien dijo: ¡Qué costilla! Esa es la ignorancia del que escribió La Biblia. Alguien dijo: Hay que escuchar, compañera. Solo escuchar te cambia la piel.
Las mujeres sentadas alrededor del fuego recordaron la historia del 8 de marzo, recordaron la histórica invisibilización de los trabajos que las mujeres desempañaron durante la dictadura militar que aconteció, recordaron los daños, y el fuego dictó su espacio, y las mujeres cantaron al unísono los himnos de su rebeldía.
Ahí estaba ella, entre el grupo, mi amiga, la joven con la que yo había soñado. La volví a ver. Ahí estaban también las mujeres mayores con las que hablé. Lo único que supe en ese momento es que lo que yo había leído en el libro de Julieta Kirkwood era similar a esto, a acceder a un ritual, a un acto mágico, que solo puede ocurrir en un mundo donde se tejen revoluciones a partir de gestos cotidianos de sororidad (palabra que me enseñaron ellas) y rebeldía. Aprendí que a toda opresión se opone una rebeldía. Aprendí que soy un opresor por el solo hecho de mi existencia cómplice. Aprendí que en mis gestos habitan animales salvajes, posesivos, que avanzan lento hasta la muerte. Aprendí más de mi especie leyendo el libro de la abuela de mi amiga, que desapareció, que nunca más vi después de ese día.
Y un día me llegó una carta de ella. Decía que se había terminado el libro de su abuela. Que le había gustado y que se lo había regalado a una mujer más joven. Decía en su carta que así también se teje la rebeldía.
Preguntas que hicieron movimiento
Julieta Kirkwood
Banda Propia, 2021
269 páginas.