Si te dijera que puedes olvidarme, ¿lo harías?
Tiempo de lectura: 7 minutos¿Qué valor tiene el pasado compartido si tú lo olvidas? ¿Quién me corregirá en la cronología de los hechos? ¿Quién me dirá “recuerda que no sucedió así sino de otra forma”?
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Yo a ti no, nunca. No quiero olvidarte. Es lo primero que pienso cuando el narrador pide suprimir el recuerdo de quién supone ya le ha olvidado. Encontré el texto en Instagram: Luciana Caamaño, Excusas tontas para que vuelvas.
[…]y si me doy cuenta de que me borraste de tus recuerdos
y voy a una oficina y pido que hagan lo mismo
y mientras te me están borrando
me doy cuenta de que en realidad no quiero
y ya es tarde[…]
Leo detenidamente. ¿Querría olvidarte? Nunca. ¿Nunca? No quiero olvidarte. Por un momento siento que es mi voz. Es mi voz la de Lucía mientras pienso en cuántas cosas he olvidado. Detalles mínimos como el qué vestías aquel día en que pronunciaste por primera vez mi nombre, tu forma de mirarme al caminar, o en qué momento dejaste de hacerlo, o cuál fue, por ejemplo, la manifestación de aquel hueco que dentro de mí se expande.
Tal vez algunas cosas nunca fueron realmente y no puedo olvidarlas, porque en todo caso no son recuerdos, no sucedieron nunca, dijo alguna vez mi profesor de filosofía. Pero todo sucede, pienso. Mientras corre el minutero del microondas, por ejemplo. La taza de café da una vuelta, tras otra, tras otra, mientras yo voy contigo a uno de esos mercados de artículos varios de la zona centro, a caminar al campo y a escuchar una banda de reggae. Estando ahí sonríes como siempre y el bip bip bip del microondas nos trae de vuelta a mi cocina; te despides al primer sorbo de ese café tan malo y amargo. A veces me digo que aquellas imágenes son solo sueños, pero no desaparecen. Regresan una y otra vez como sombras que se deslizan sobre el blanco del techo. Por ello es que hay días en que gesticulo frente al espejo, articulo palabras, hago y rehago frases hasta decir ¡es eso!, eso es lo que le diré cuando lo vea. Pero siempre termino diciendo cualquier otra cosa sin control alguno de mis ojos, de mis labios, del gesto anonadado que se forma al verte partir una vez más.
Pero dime, si te dijera que puedes olvidarme, ¿lo harías? Al pensar que no supondría para ti problema alguno, imagino que acudes a una pequeña oficina de paredes blancas, donde pululan hombrecitos de traje y corbata, mujeres en zapatos altos y de serios rostros cubiertos de maquillaje. Entras por la puerta donde un rótulo dice algo como “Olvidar no cuesta nada”, “El olvido en un dos por tres” o simplemente “Borrado de memoria”. Hay que llenar el papeleo, asegurarte de marcar las casillas que te indica una mujer rubicunda que te llama “cariño”. Para determinar el costo del servicio hay que especificar si se desea eliminar únicamente los recuerdos tristes, los felices, o momentos determinados (favor de especificar en las líneas que se encuentran debajo del documento). Cariño, puedes pasar, segunda casilla. Entonces, en la pequeña pantalla de un computador iniciará nuestra película como preludio de aquello que no volverá nunca, para que tú puedas decir: ¡Olvidemos de una buena vez! Porque siempre has tenido prisa.
Un hombre calvo sonríe ante el cheque que extiendes por su servicio. A un costado una mujer de traje sastre no para de mirar tus zapatos, escondes tus pies debajo del escritorio. Así te das cuenta de que en realidad sus ojos tienen la mirada perdida, precedida por profundas y amoratadas ojeras. Te avergüenzas, no sabes porqué. Mientras el hombrecillo te extiende un vaso de agua y dice “por favor espere a que termine de expedir el trámite”, pensarás que por eso la mujer está triste, por tanto recuerdo perdido, tanto pasado muerto. Muerto el áspero tacto de tus manos en mi piel, manos insaciables. Muertos aquellos dedos largos, donde pequeñas manchas oscuras se ocultan en la comisura de unas uñas cortas y planas. Muerta la mueca que forman tus labios al malograr una media sonrisa, y el torpe lenguaje que inventamos en un extraño afán de entendernos.
Ambos,
tú y yo,
m
u
e
r
t
o
s.
El hombrecillo regresa a su escritorio. Comienza a firmar un montón de papeles y a confirmar tus datos. Es probable que los primeros días experimente efectos secundarios; alucinaciones, mareos, vómito, diarrea, confusión de los sueños y la realidad. Pero en una semana el tratamiento habrá hecho efecto. Debe ser paciente, joven, es un proceso paulatino. Después de todo, perder una parte de sí cada segundo no es cualquier cosa. Eso es el olvido, regresar a lo que pudo haber sido, deshacerse de lo que fue. Será usted una página en blanco, o en todo caso, eliminará de ella cuanto desee. Pero no puede olvidarlo todo. Siempre hay que mantener ciertos detalles del pasado. Con fines utilitarios, no más. Ahora le pediré que me ayude a responder una breve encuesta, del uno al diez, ¿qué tanto recomendaría nuestro servicio?
¿Vale la pena conservar algún recuerdo tuyo? Ya sabes, con fines utilitarios, no más. De hacerlo, ¿qué es realmente lo que busco conservar? ¿Qué es lo que pretendo salvar?
De repente, el terror escala desde la punta de los dedos, como un montón de hormigas que se apoderan centímetro a centímetro de mi piel. Si todo recuerdo tuyo desaparece, así sucederá también con un fragmento considerable de lo que soy ahora. ¿Qué valor tiene el pasado compartido si tú lo olvidas? ¿Quién me corregirá en la cronología de los hechos? ¿Quién me dirá “recuerda que no sucedió así sino de otra forma”? Los cimientos de mi memoria comenzarán a debilitarse, y el pasado se deformará de manera tal que no tendré otro remedio que vivir de sueños, historias ficticias escritas en soledad, culpa de un absurdo instinto de conservación, que en realidad, me conducirá a un destierro inevitable.
En cambio, me pregunto cómo serías tú al salir de aquella oficina. Seguro con esa vieja manía tuya de mirar hacia todos lados, ansioso, virando de un lugar a otro, como si te persiguiera el tiempo que dejó de correr mientras estuvimos juntos.
Hay instantes en que me veo tentada a acudir a aquella pequeña oficina, en que pienso que, sin reparos, llenaría la documentación correspondiente. En las líneas al final de la hoja, solicitaría la “eliminación total” de todo recuerdo que tuviera relación contigo. A veces deseo que no hubieras existido nunca. Entonces sacudo mi cabeza como para hacer caer los pensamientos que cruzan mi mente, que terminen regados por el piso. Porque lo cierto es que si algún día llego a toparme con esa gran puerta de madera, con un rótulo que versa “Borrado de memoria a meses sin intereses”, “Sus borradores de memoria de confianza”, u “Olvidadizos y asociados”, lo pasaría de largo, como si se tratara de un lugar de mala muerte de los que mi abuela tanto me contó. Porque yo no quiero olvidarte nunca. Si algún día lo hago, si sucede que en verdad te olvido, sería una lástima no poder vestir con ahínco mis botines color vino tinto, sino usarlos para un andar anodino, como si nada, como si en su terciopelo tus manos nunca.
Si algo es cierto es que no podría olvidar todo cuanto no te dije. Que aún no sé qué es lo que no te dije y es probable que algún día me de cuenta, pero ahora solo sé que pronuncié tu nombre una, dos, tres veces. Pero nunca frente a ti. Sabes, supongo que tuve miedo de que no te gustara esa forma de saberte en mi boca, que de alguna manera te desagrada mi voz, su cercanía, qué te figurara una aberración el que se desprendiera de mí el sonido de tus tantos nombres. Ni siquiera es que haya tenido miedo de que desaparecieras al ser nombrado, puesto que nunca me pareciste real, porque las cosas reales suelen ser terribles, eso dice la abuela, atroces, como este hueco que se refleja en el expandir de mis pupilas frente al espejo; oscuro e insondable, desfigura la mirada. Paulatinamente aparecen las profundas y amoratadas ojeras, ya sabes, como las de aquella triste mujer de la oficina, esa que suspira mientras tú especificas en cada uno de los documentos la eliminación total de nuestros recuerdos.
Por cierto, ¿lo harías?
Olvidarme.
No hagas eso.
Eso, ya sabes.
Deja de responder que no para que yo no esté triste.
Un dejo de esperanza me lleva a imaginar que tus ojos se encienden con esa alegría infantil que en ti aparece ante cualquier nimiedad de la vida. Entonces me preguntarás si recuerdo algo, algún momento que vivimos juntos. Claro que lo recuerdo. Recuerdo esa manera tuya de mirar de soslayo. Recuerdo tu silencio, mi silencio, la oscuridad de la noche, ambos contemplando la calle desierta frente a nosotros, una verborrea confusa, revoloteando el aroma amargo de la cerveza, el olor de tu cuerpo a jabón y un agrio dejo de sudor. Recuerdo, por ejemplo, el momento en que te vi partir. Recuerdo haber entristecido terriblemente. Recuerdo la deformación paulatina de mi rostro frente al espejo, el insomnio, la inanición, el desconsuelo.
Después de un largo silencio, aún con la imagen de tu serio rostro en la oficina, del temblor ansioso de tus pies bajo el escritorio del hombrecillo, que te pide por tercera vez firme aquí, aquí y aquí para dar su consentimiento para el borrado de memoria, te responderé que no, no lo recuerdo. Aunque lo recuerdo y recordaré. En mi mente se reproduce nuestra película como en la pantalla del computador del hombrecillo. Diré aquello porque dentro de mí el hueco se expande y yo te culpo, de manera que en venganza te haré creer que te he olvidado.
Espera, no respondas aún. Quizás haga falta meditarlo un poco más, evitar precipitarse y volver ahí, a ese lugar donde todo estaba sucediendo aún. Míralo, dime que puedes vernos. Parece un sueño, lo sé. Tú ríes mientras caminamos por calles repletas de gente, puestos de comida y focos de luz amarillenta. Yo desengancho sin que te des cuenta el arete que se ha prendado de mi bufanda. Diles, si quieres, que borren ese fragmento, ese instante en que torpemente intento maniobrar con la tela, al tiempo que esquivamos a un grupo de niños que juegan pelota. En cuanto al resto, ¿estás seguro de que no hay ningún residuo del pasado que te gustaría conservar?
Seguro que tú careces de todo síntoma asociado a los embates del recuerdo, pero debes saber que en mi caso siempre hay algo que impide conciliar el sueño. Es esa película que quizá ni siquiera el hombrecillo podría eliminar, en la que entre tú y yo se sucede todo cuanto no sucederá nunca, el deseo.
Pero anda, dime la verdad. Mírame a los ojos y dime si me olvidarías. ¿Por qué actúas así? Mírate, de nuevo las palabras salen de tu boca a borbotones, torpes, forman frases inconclusas. Me parece que más o menos así comenzó todo. Y ya no sé si preguntarme con una anticipación semejante qué haré la mañana en que…
despierto y me doy cuenta de que me borraste de tus recuerdos
y voy a una oficina y pido que hagan lo mismo
y mientras te me están borrando
me doy cuenta de que en realidad no quiero
y ya es tarde.