Eran las 7:12 a.m. de mi primer día de clases en la Nacional de Colombia, el parecido de sus pasillos a los de la UNAM me generaba una cierta confianza, como si hubiera llegado a casa. En Ciudad de México teníamos un mural gigante de unos niños jugando, acá, una tortuga marina a contraluz por debajo del agua. Cargaba con una historia que quería ser novela, cuento o algo, un aterrizaje que provenía del desierto del Sáhara Occidental, y la esperanza de sacarme de encima las voces que escuchaba una y otra vez con los testimonios de la primera intifada de la primavera árabe, entre la arena y la cobertura que habíamos hecho primero desde Barcelona y después desde el desierto del Sáhara. El salón de la facultad de artes tenía un muro completamente de vidrio, una pecera era lo mismo, entré. Julio en la cabecera. El primer taller de la maestría me había dejado temblando, no sabía si tendría la capacidad, como cualquier escritor ahora lo sé, de terminar con la historia entre mis dedos. Comíamos empanadas, bebíamos pola, tinto y otra vez pola.
Julio fue, como para muchos, ese profesor de palabras precisas, exactas. Todos lo recuerdan por su tranquilidad, sus silencios, el detalle de sus correcciones. “Ahí hay una historia, pero tiene que descubrirla”, dijo. La capacidad de ver en un texto lo que está por aparecer, aquello de lo que yo no era consiente, pero él sí. El formato en la Nacional era simple, cada semestre te quitaban al tutor. Digo te quitaban porque en realidad comenzabas a sentirte cómodo con las entregas y ahí te cambiaban al tutor y tenías otra lectura con otras cosas. Era doloroso, pero atinado. No me dejó avanzar, entregué medio semestre las primeras diez cuartillas de una historia que no sonaba a nada.
Terminé ese taller con una voz, un personaje que se guardaba todo. Quiero pensar que ese personaje tiene algo de Julio. Lo que se esconde en un personaje es lo que nos propone la profundidad de él. Julio soportó mis errores, mis necedades, y estoy seguro de que esa paciencia, tal vez infinita, es algo que todos echamos de menos. Aquella fue la época de una Colombia que no me dio tiempo de saber con quienes estaba charlando. Eran profesores y yo un extranjero. Parchábamos con ellos, bebíamos y una que otra vez discutíamos. Pero para ese momento, Julio Paredes ya era un gran escritor, pero para mí siempre fue Julio.
Al regreso en México, terminada la maestría y la novela, fue él el primero que me dijo, mandaré tu manuscrito a Random. No me hablaron, por supuesto, pero lo intentó. Vino a México y nos encontramos en la FIL de Guadalajara, tomamos unas cervezas y siguió su camino. El año siguiente no logramos coincidir en la feria, pasé a saludarlo al hotel y tomamos una cerveza en la cantina La Fuente, le conté sobre otra novela que estaba escribiendo y me contó de un proyecto que no sabía cómo resolver, no estaba convencido, dijo. Era sobre un taxidermista. Bebimos la cerveza y salimos. Al terminar los días para el mercado editorial él regresó inmediatamente a Bogotá, el mensaje de despedida decía: Airy gusto encontrarnos, pasa al hotel, te dejé unos libros, ya no entraban en la maleta, espero te sean útiles. Lo son Julio, son libros de cabecera, no te di las gracias, pero lo son. Tardé en regresar a Bogotá, pero él, con el puesto de Editor de la Universidad de Los Andes, vino cada año puntual a la FIL Guadalajara.
Fue en 2018 que logré “editar” Sin aire para el regreso y digo editar entre comillas. En la semana de la feria me entregaron diez libros mal pegados, mal corregidos, mal de todo, pero con una portada hermosa. Tenía una presentación, la primera en mi vida, en el stand de la Universidad de Guadalajara, había cómplices y es que siempre en los libros hay cómplices. Juan Diego Mejía, quien había terminado por tutorar mi novela en la maestría y había escrito mi contra tapa había quedado de venir y dos semanas antes de la feria canceló. Julio tomó el libro, lo leyó como se puede leer un libro que no está listo, pero lo leyó sin miramientos y me presentó. Julio Paredes presentó mi novela y con eso, como dicen, me dio la patada para iniciar esto de la escritura. Sin él no estaría acá.
Al año siguiente había ganado una invitación a Estambul. Después Néstor, compañero mío, me ayudó a organizar una presentación en FilBo, Feria Internacional de Libro de Bogotá y regresé a Colombia, luego pasé a la Feria de Medellín. Los pocos ejemplares mal editados habían viajado. Julio insistió en buscar que se editaran bien en Colombia. Lo vi en el estand de la Universidad de los Andes, tenía mil cosas encima. Mil es poco. La paciencia de Julio estaba combinada con la claridad de mantener a la perfección un acerbo editorial y literario de una gran calidad.
Por ahí me contó de su novela, yo creo que sale pronto, la presentamos en México, quedamos. Dijo que venía para el 2020, que ya estaba en puerta, que ya estaba por salir. Un día encontré la nota de un periódico que decía: Premio Nacional de Novela Colombia 2020, Julio Paredes Castro. En medio de pandemia él había recibido un merecido reconocimiento por su obra Aves Inmóviles. Le mandé mensaje de audio acompañado de un, ¡Saluuud!
Julio tenía la claridad, la exactitud y uno de los vocabularios más hermosos de la literatura contemporánea en Colombia. No se trataba de comas y puntos, de limpieza, no. Era la selección del lenguaje que demostraba que la sutileza es un arma poderosa.
Compré Aves inmóviles en versión electrónica. Es una maldición que no lo publiquen en físico en México, pensé. Una maldición de la que Julio era consciente y que cuestionaba como todos los escritores latinoamericanos que no estamos impresos en el continente, a veces ni en nuestra propia ciudad, y que solo los fondos universitarios pueden revertir en pequeñas gotas que Julio curaba con cuidado y cariño.
Aves inmóviles es una obra precisa, premonitoria, tal vez. Logra suspender el tiempo e interrogar al autor, al lector y a la vida. Es un interrogatorio del para qué estamos aquí, cómo seguir. Observa en los ojos de las aves su propia mirada, su escritura. Es una obra de una belleza extraordinaria, pero tal vez, es un hasta luego.
Este verano, el verano de 2021, con el equipo editorial de Diáspora definimos iniciar un Podcast, uno que invite más a leer, pero que no sea la soberbia charla de eruditos. La entrega está pendiente. Realizamos la entrevista en Julio. Él estaba cansado, dijo. Se veía cansado, como nos vemos todos en estos días que hablamos en Zoom o cualquier otro dispositivo y no nos hace bien. Nos falta el ver gente, sentarnos a tomar un tinto, una cerveza. “Tanto tiempo en pantalla no me ha hecho bien, me he comenzado a marear de tanta pantalla”, dijo. Estoy con un libro de cuentos y contento, muy emocionado por lo que venga.
Ahora escucho los audios de la entrevista que le realizamos. Preparamos el podcast de Aves inmóviles, pero también recuerdo que se cuestionó: el impuso. Algo dijo en la charla sobre el impulso de escribir. Esa voluntad que no siempre se nos muestra clara, esa necedad que viene en el momento más incómodo. El impulso de escribir, Julio, es leerte. Aves inmóviles, 29 cartas. Autobiografía en silencio. Dos de sus obras que tengo en mis manos no me hacen experto en su trabajo. Sé y estoy seguro de que sus compañeros y amigos escritores tendrán miles de palabras, obituarios y homenajes. Solo decir de mi parte que me sumo a ellos en la recamara que rento en Houston para escribir la siguiente novela, donde estoy gracias a una complicidad de amigos, uno de ellos, Julio Paredes Castro.
P.D. Julio, el podcast sigue, espero pronto hacértelo llegar, donde sea que estés. Espero esté a la altura de tu generosidad. Nos estamos viendo.
Airy Sindik