Al caer el sol un vestido azul corrió hacia la última barandilla donde se amontonaban los ciudadanos de a pie, las mujeres con una bolsa de papas con chile en las manos, el hombre con la playera del América, el papá con la niña en los hombros.
Después de ella siguieron uno tras otro hasta convertir la gala en toqueteo, abrazos, gritos, apapachos, selfies, sorpresas, sonrisas y más gritos.
Una división de la acera, que divide a los comunes, los transeúntes, los olvidados, que esperaban con el sol en la espalda, el abismo que por desgracia separa de casi todas las alfombras rojas.
Esta edición renació el sentido de una gala a manos de Lourdes Gonzalez, secretaria de cultura de Jalisco, quién encontró la oportunidad de traer los premios a lo mejor del cine en México a Guadalajara. Así, con una envidiable producción, los artistas entre el barullo para ser entrevistados por las grandes televisoras encontraron un camino libre hasta la personas. Ahí, la multitud les gritaba por su nombre de pila: ¡Monica, Manuel, Héctor, Guillermo, Rebeca! Y por un segundo esos seres se volvían uno con la gente, reían, sacaban la lengua, los abrazaban. Como si los conocieran de toda la vida.
La alfombra roja debe terminar siempre frente a su publico, del que nos debemos como mortales. Así entre la televisora y la jauría de medios que atiborrábamos de preguntas sin sentido, floreció el encuentro. Y la gala regresó a ser un cachondeo, un ritual de todos y un agasajo de comunes.
Aún así corrimos con la suerte de no tener un buen diluvio que habría alejado a los mortales, o que habría subido el nivel de agua en las alcantarillas hasta salirse de control y la humead frisar los cabellos decorados con colores verdes, dorados y con lacas para fijar los naturales rulos en un esplendor liso y sedoso. Aún así, corrimos con la suerte y llegaron los lonches de pavo para sustituir el café y las galletas de las mil doscientas conferencias de prensa que alimentan a los cíclopes con gran angular frente a sus rostros. Aún así las grandes cámaras empujaban al celular que se tambalea entre ser fan, mortal y hacer una pregunta inteligente.
La gala que terminó presenciando el amor a las angélicas (Angelica Maria, y Angelica Vale) y fue un renacer de los premios Ariel 2024. Porque si alguien premia al trabajo de representar la realidad en la ficción, son los que ven la pantalla, prenden Netflix, en la tarde de domingo con pantuflas, en la cama llorando por la misma emoción, en la sala de cine con palomitas alrededor de los zapatos, saberse comunes para sentir antes de regresar a la realidad.
Quien da homenaje es el publico, y el sendero rojo termina ahí, entre la tentación de subir al templete de TNT o salir corriendo a revolcarse con los comunes como un cachorro que es liberado en el pasto porque todo huele a todo. La multitud da alegría, abraza, protege y oculta el nervio de la exposición, el tacón en punta, la gafa que esconde, lo que al final se intenta, dejar de ser humanos por una hora con veinte minutos tras la pantalla grande.