Daniela Tarazona: Muerte y transfiguración

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Describiré cada cambio

Tarazona es la primera en acceder al escenario dispuesto para la presentación en el Salón Juan Rulfo de la Expo Guadalajara. Lleva el cabello suelto, ensortijado, y un vestido verde esmeralda.

Describiré cada cambio… En silencio intento completar la frase, pero no lo recuerdo. En mi memoria estoy frente al espejo en un cuarto donde las paredes son también de aquel verde en el vestido de Daniela. Una voz femenina repite: Describiré cada cambio… Pero se detiene, no logro evocar aquel fragmento de la novela «El animal sobre la piedra», de Daniela Tarazona, que en los recuerdos escucho de nuevo en su versión sonora.

Lo que sé que «en realidad» sucede

Foto: Carolina Jimenez

En el estrado se habla de los elementos que hacen de la novela de Tarazona un trabajo merecedor del Premio Sor Juana Inés De la Cruz 2022. Marisol Schulz, de la dirección general de la FIL Guadalajara, comparte su asombro ante una escritura donde conviven la poesía y sus significados, donde el lenguaje es el principal protagonista de un relato que bordea los límites de la cordura. Quienes se acercan deben estar dispuestos a recorrer el camino de una prosa fuera de lo común, expresa Schulz, de una escritura de la extrañeza, una escritura subterránea.

Se habla de las peculiaridades que hacen resaltar los universos literarios descritos por Tarazona, de su criterio en el uso del lenguaje. Los calificativos a la novela continúan, es magnífica, repiten, y yo no puedo evitar pensar en la mujer de otro de los relatos de Tarazona, El animal sobre la piedra. Recuerdo haber imaginado las escamas que paulatinamente suplantaron su piel, al sol multicolor, a la sombra cual verde en el vestido de Daniela. Recuerdo la inevitable transmutación que vivimos cada vez que alguien o algo alrededor nuestro muere, tal como le sucede a la protagonista tras la muerte de su madre.

Describiré cada cambio, me parece que decía la voz de la narradora desde la bocina del teléfono, quien contaba a detalle una transformación paulatina en la que su cuerpo de mujer pasaba a ser el de un reptil, con escamas y una piel fría, una sucesión de cambios que la obligaba a replantear su manera de habitar el mundo, pero también el cómo preservar su linaje y el de sus muertos, de toda ausencia que en ese momento la obligaba a desconocerse para siempre tal como solía ser. En ese momento el audiolibro se reproducía como un eco atrapado en la pequeña habitación. Miré al espejo. Era evidente. Entonces me dije que yo también me aseguraría de describir cada cambio sucedido desde tu muerte.

El primer cambio fue repentino, correspondía a la falta de vergüenza para transitar por el mundo. No sé decir si lo aprendí de alguien o simplemente es un rasgo más adquirido por supervivencia. Mi andar es como el de un ave, lento, sinuoso. Veo todo ajeno, como si la realidad no me correspondiera. Sonrío y me aparto para contemplar cada rostro desde la lejanía, con la curiosidad de que atribuyo a un pequeño colibrí.

Con los ojos abiertos deliraba. Inmersa aún en aquella imagen onírica, la reproducción del audiolibro continúa, siento una repentina sensación de ligereza en mi cuerpo, observo que son ahora más visibles dos pequeñas manchas, como lunares, en el borde de mi labio superior. Mis ojos, cada vez más grandes, revelan una mirada voraz, triste y reticente.

Mi mudez es necesaria o ineludible, porque lo que experimento solo puede escucharse por quien esté dispuesto.

Recuerdo el fragmento en el que el personaje de la novela aborda un avión. Finge mudez ante la gente que le rodea para que nadie se atreva a hablarle. Yo tampoco quiero que nadie me hable. Mi mudez es necesaria o ineludible. Miro a mi alrededor. Cientos de personas en silencio, cientos de rostros, cuerpos desfigurados por la pérdida constante que supone la vida.

De repente, siento miedo. Alguien podría preguntar qué es lo me ha sucedido, porque me parece que el cambio es evidente, que incluso los más despistados se preocupan por mi aspecto, la mirada perdida, los silencios, la irritabilidad, la palidez de mi piel. Sonrío. Imagino que volvemos a encontrarnos y ni siquiera tú puedes reconocerme.

Se abre la puerta, despierto del sueño. Una mujer rubicunda, de cabello corto, cargada de bolsas en ambas manos, busca asiento al fondo de la sala. Su sonrisa devela una actitud infantil que la lleva a elevar la voz y agradecer a la joven que le cede su asiento. Como a quien le han otorgado el obsequio más hermoso del mundo, con movimientos enérgicos, dando pequeños saltos, alargando su cuello corto y despegando su cuerpo de la silla, espera observar a la autora premiada.

Saco una mano de las cobijas para rascarme la cara y veo mi brazo con asombro, han comenzado a crecer pequeñas salientes como espinas. Dentro de mí hay una nueva temperatura agradable, un poco más fría.

Lo que debería contar

Foto: Carolina Jimenez

El acta se dictaminó una tarde de viernes a través de una reunión por Zoom, donde los miembros del jurado consolidaron el veredicto. Habiendo leído las 107 novelas escritas en español por mujeres en Latinoamérica y España, propuestas para recibir el galardón, «La isla partida», era, sin lugar a dudas, una novela destacable para la literatura.

Giro mi cuerpo, coloco ambas manos sobre el teclado. Intentó captar lo que dice cada uno de los presentadores. El frío hace de las venas en mis manos un cuadro extraño. Son como escamas, pienso, justo antes de comenzar a escribir, pero inmediatamente me corrijo, mi piel tiene el aspecto de esas aves que recién se han desprendido del cascarón. Brotan los huesos de cada falange y las venas se traslucen azuladas.

A Sor Juana le gustaría leer a Daniela Tarazona, dice Sara Poot. Sí, pienso, le gustaría leerla, porque Daniela es la escritora con el criterio justo para desafiar los límites bajo los cuales comprendemos nuestro andamiaje en el mundo. A Sor Juana le gustaría presenciar las primeras salientes como escamas en su piel. Muerte y transfiguración, ambas palabras permanecen como el eco en la pequeña habitación, donde aún me veo en el recuerdo, sopesando cada una de las imágenes que componen la narración del relato, que de alguna manera, pienso, podrían ser mías.

Podría ser yo quien habla, puede que aquella voz convertida en eco dentro de una pequeña habitación venga de mí, y mi nueva imagen de los trozos blancos esparcidos por los suelos del salón Juan Rulfo, restos que desde hace un tiempo dejó desperdigados por doquier. Frágiles, sus irregularidades denuncian un quiebre a simple vista catastrófico. Como el huevo que cae de un gran árbol, y rompe al impactar con el piso. Y sí, tal vez ha sido una ruptura estrepitosa, pero bella, terriblemente bella.

Me miro en el espejo, me detengo en mis pupilas, ahora son ovaladas y verticales, el iris se ha enrojecido. En el ojo derecho tengo una mancha amarilla que antes, en mi condición previa, era color café. Miro más de cerca, no tengo lunares, desaparecieron bajo el velo verdoso de mi nueva piel.

Una sombra parece volar rápidamente frente a mis ojos, ¿acaso una pluma?, sonrío ante la idea. Trato de seguir el rastro de cascarón, pero ya no distingo si no cientos de pies enfundados en zapatos deportivos, zapatillas de vestir, sandalias; se agitan, insistentes, otros permanecen parsimoniosos. Inevitablemente me pregunto cuántas escamas se encubren debajo de las capas de ropa, cuántos silencios denuncian una mudez necesaria e ineludible.

Tarazona 2022

Mientras escucho el relato, pienso que la literatura de Daniela recuerda que lo importante no es únicamente el cómo, sino el dónde. ¿Desde dónde narramos? ¿Acaso desde el calor de una piedra? ¿Acaso frente al espejo, en una habitación rodeada de azulejos verde esmeralda? ¿Desde el olvido, la pérdida, la ausencia, el desarraigo? ¿Acaso desde el privilegio de una mirada que desconoce el miedo?

Siento que algo se desarrolla dentro de mí, pero no puedo verlo. Lo que crece es inmaterial, o al menos refleja ese principio. Puedo compararlo con el momento dudoso en que la textura de una tela revive el recuerdo de una sensación antigua. Supe que eso desarrollándose dentro de mí iba a manifestarse.

Tarazona 2022

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Lo que nadie espera que suceda

Foto: Carolina Jimenez

No estoy triste, pero algún motivo interior me lleva al llanto. Debajo de las medias negras distingo la sombra de cicatrices a lo largo de mis piernas. Ninguna tiene que ver contigo, cuentan historias distintas, algunas torpes como aquella en que caí al tratar de escalar un árbol. Entonces recuerdo que esta mañana una nueva manifestación de la mutación que experimento despertó mi miedo. En mi espalda los omóplatos sobresalían como alas. Los siento aún en contacto con el respaldo de la silla. Recuerdo que tengo un cuerpo. Como la narradora de la novela, comprendo que el espacio es el mismo, pero debo aprender a rehabitarlo. No, el espacio no es el mismo, porque tú no estas aquí.

Me escuchas en una pequeña habitación con paredes verde esmeralda, mi voz es suave, describo a detalle cada cambio como lo hace esa narradora que no es Daniela, sino yo o cualquier otra persona y a la vez nadie, pero que al permitirnos escucharla podemos ver cosas horribles, o despertar, por ejemplo, entre las sábanas blancas de un hospital, sentir el impulso primario de nuestra animalidad contenida, o sabernos con el peso de un huevo dorado entre las manos.

Tarazona 2022

Porque nuestra identidad es una suma desordenada de imágenes, sueños y vivencias… Dirijo mi atención hacia el lugar de donde provienen las palabras que acabo de escuchar. Frente a mis ojos contemplo a la mujer reptil, me deleito ante el repentino cambio en la temperatura de mi cuerpo, ahora más frío, e imagino que descanso bajo el sol, recostada en una piedra, pienso en ello mientras observo el andar, lento y sigiloso, de una criatura de extremidades multicolor y creo, inevitablemente, en la belleza del delirio.

Al fin y al cabo, no somos los cuerdos y los locos seres de la misma especie. Sí, y nuestra locura conjunta es la construcción de un mundo habitable...

Acercarse a la literatura de Daniela Tarazona es transitar los límites de la cordura, para descubrir la belleza que desemboca tras el quiebre de la locura, en ese abandono al delirio como un escape, y el delirio puede ser la escritura, trasgresora, subversiva, destructora y creadora de mundos. Porque quien escribe y lee contempla la gestación de la mutación ineludible, presiente el deseo de transfiguración ante la incomprensión de un mundo que pareciera ser el mismo. Pero no, el mundo nunca será el mismo; muerte y transfiguración, dijo Daniela, y te lo digo a ti esperando que me escuches, muerte y transfiguración.

Las paredes verde esmeralda se expanden, la voz de la narradora se convierte en un susurro ante la voz con que por fin comienzo a describir cada cambio. Te cuento cuánto me gustan los nuevos bordes afilados de mi rostro, la manera en que las sombras descienden por mis mejillas o descansan en mis párpados. Me gusta la repentina oscuridad de mis ojos. Me regocijo al ser la imagen de lo que ya no está, del desarraigo, piel y extremidades recuerdan «hubo hace una vez», todo cuanto hoy me parece ver elevarse ante mis ojos como el vuelo de un ave.

En alguna parte de mi mente pienso que escribo en secreto, lee Tarazona, y el sonido de su voz se dispersa en el amplio salón, de manera que recuerdo dónde estoy, no en una habitación de paredes verde esmeralda, que ese color es ahora en la tela del vestido de Daniela Tarazona. Recuerdo que no hablo contigo en realidad, que, quizás, en alguna parte de mi mente también pienso que escribo, y aquel gran espejo en el que contemplo mi propia mutación son las palabras de una narradora que no es Daniela, ni yo, ni tú, tal vez alguien más.

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